jueves, 5 de junio de 2014

TIRANÍA: CAPÍTULO 3



“Hoy mismo me han comentado sobre tu partida. La cual me hiere profundamente; pues me has abandonado, y ni te has dignado a decírmelo. Me dejas aquí, en un mar de lágrimas y tristeza, desolada, y ni te atreves a darme un beso de despedida… pero sé que volverás. O yo vendré a verte, da igual eso, lo más importante es permanecer a tu lado. Sé que querías volver a tu hogar, pero es un país tan lejano e inhóspito… nunca había oído su nombre, antes: Rumania… parece místico, exótico; tengo ganas de visitarlo. Cuando reúna el dinero suficiente, estaré llena de júbilo y te abrazaré y besaré como nunca antes lo he hecho, te amaré eternamente, serás mío y yo seré tuya, nos derretiremos en la lujuria…”

Todo son necedades. Rompo el papel de la carta, y después de hacer una bola, la lanzo a distancia a la papelera de metal que hay bajo el escritorio de la habitación.

Yo no la quiero, a esta chica. Sería un estorbo, se me tiraría encima todo el rato y no podría aguantarla. Lo que necesito es una chica inocente, cándida, que haga lo que yo quiera. Obediente y fiel. Que no sea capaz de razonar, que le desaparezca la sensatez, que no sea lista, y que no cuestione lo que hago.

Os contaré lo que me sucede, que a veces me inquieta: tengo poderes. Mágicos, psíquicos, como queráis nombrarlos; la cosa es que los tengo. No sé qué hacer, no sé si usarlos para ayudarme a mí… o para ayudar al resto de personas. Lo que pasa es que no me interesa ayudar a nadie. Creo que soy la persona más importante que existe, y es a mí a quien todo el mundo debe venerar, adorar. Más que a los dioses falsos en los cuales la gente llena de ilusión y esperanza cree, quiero ser magnífico, conocido y temido por todos.

Creeréis que es una estupidez. A mí también me lo parecía, la primera vez que elevé una cuchara a distancia, cuando escuché los pensamientos de mis padres adoptivos, cuando me transporté instantáneamente de la escuela a mi casa… me parecía una mentira, una confusión, incluso me planteé de ir al médico para ver si tenía alguna especie de derrame cerebral. Pero paré de confundirme cuando entré por primera vez en el local de una vidente.

Tenía la cabellera encrespada, negra como el carbón, con una diadema de tela lila que intentaba amansarla en vano; un poncho púrpura con cenefas doradas de símbolos incomprensibles; unas manos grandes con los dedos alargados y las uñas puntiagudas; y una carcajada retorcida, que helaba el alma.

Curioso como era yo de pequeño, me senté en la silla que había delante de su mesa, la cual estaba llena de papeles y cartas del tarot, y le pregunté qué se suponía que hacía, allí sentada. También le pregunté por qué iba tan despeinada.

-Pequeño guisante, percibo tu aura, que se introduce dentro de mi alma… aunque hago fuerza para apartarme, tu tienes una pujanza tremebunda que te empuja dentro de mí… eres especial, garbancillo. Eres joven, con una larga vida por delante, pero eres más poderoso que cualquier ser terrestre… no, todavía no lo eres, porque te estás desarrollando, pero pronto serás capaz de manipular el mundo a tu gusto… Lo sé, porque yo siempre lo he sabido todo; desafortunadamente la sabiduría no me da la salvación, no hace que te compadezcas de mí… igualmente… lo voy a intentar… No me hagas daño, guisante. Te lo suplico… soy yo la que te ha indicado el camino que debes escoger… lo que tienes que hacer de ahora en adelante… solo tienes que pensar en ti mismo, sí, pero me puedes salvar a mí… Huiré lejos, lejísimos, donde tú me digas; puedo irme a Antártida, si es necesario, refugiada con los pingüinos, expuesta al peligro de la muerte por congelación… pero es igual, haré lo que sea para que no acabes con mi miserable vida, que aunque sea inservible quiero conservarla…

No dejó que dijera nada, que agarró un par de cosas que había encima de la mesa y marchó del tenebroso local, alocada. A partir de aquello supe que yo de loco no tenía un pelo, y que ya tenía un nuevo espacio para traer a mis amigos.

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 El catálogo es muy selecto; desde mujeres latinoamericanas, pasando por canadienses, noruegas, francesas, italianas, eslavas, rusas, africanas, chinas, japonesas, indias, egipcias, rumanas… pero hay una que me llama la atención. De aspecto inocentón, la indonesa Nirmala me cautiva, aunque solo sea en una mera fotografía.

Una semana después de haberla elegido definitivamente, llega en una avioneta hecha polvo, pero que resiste largos trayectos. Es más bajita de lo que creía, pero es esbelta y grácil, y la chica más bonita que he visto jamás. No habla, y en parte eso es cosa buena, pues no tiene que inmiscuirse en mis asuntos, ni tiene que abrir la boca cuando no toca.

Antes vivía en una familia pesquera, en la costa. No congeniaba mucho con su padre, pero tenía una relación muy fuerte con su madre, la cual lo único que hacía en todo el día era lavar la ropa en un riachuelo, cocinar y limpiar la casa. Era raro que participara en las actividades de pesca de su esposo.

También tiene hermanos, todos chicos. El más pequeño, Setiawan, es el que más afecto le tenía. Sin embargo, los otros estaban demasiado metidos en sus asuntos, y casi nunca hablaban con ella. Hacían actividades totalmente diferentes; ellos iban a la escuela de niños de las barracas del pueblo durante toda la mañana, y por la tarde, después de comer, se iban a jugar al Kelereng en un patio abandonado, o ayudaban en las tareas de su padre.

 En cambio, Nirmala, habitualmente, por las mañanas limpiaba la casa con su madre o hacía punto y bordaba diferentes telas que después eran usadas como alfombras o sábanas. Después de comer, se iba a la escuela de niñas, que duraba la mitad de horas que la de los niños, y durante un rato de tiempo libre iba al campo con sus amigas y jugaban al Lompat tali.

He contratado a un chaval indonés que habla inglés, para que le pueda enseñar a Nirmala, pues la chica solo habla su idioma natal. Progresa con diligencia, enseguida se le quedan los conceptos y las palabras nuevas.

No ha traído mucha ropa, pero yo le compro montones y montones, para que cada día pueda vestir bella e innovadora, para satisfacerla. Pero no es muy emotiva. No sonríe, ni abre la boca. Parece tan frágil, que me da corte tan solo tocarla.

-¿Nirmala? –me decido a hablarle un día que estamos cenando.

-Sí –cabizbaja.

-¿No dices nada?

-¿Necesito hablar?

-Estaría bien que me explicaras cosas sobre ti. No sé nada de tu vida –mentira.

-Mi vida en Indonesia simple… yo no mucha cosa hacía… vivir en pueblo con peces, y hermanos y mi madre y cosíamos ropa.

No dice nada más. Parece que se le hayan comido la lengua. Cuando acaba de cenar, se pasa la servilleta por las comisuras de los labios y se levanta con prudencia. Agacha la cabeza, en forma de reverencia cordial, y sale de la sala.

La sigo sigilosamente. Entra en su despacho, y se encierra dentro. Con el pestillo. Atravieso la pared y me camuflo para que no me vea. Con ella está Raharjo, su profesor de inglés.

Pero no están haciendo clase de inglés. Nirmala se sienta en el escritorio, y se sube lentamente los pliegues de la falda, con una sonrisa insinuadora, mientras que el chico se le acerca, le envuelve la estrecha cadera con un brazo y empieza a besarla, fogoso.

Dicen cosas en indonesio, palabras perdidas en el aire, que enseguida se olvidan, y no se percatan de que estoy aquí, de que lo estoy presenciando absolutamente todo, con amargura y asco, y siento esquira por el joven. Qué insolencia. ¿Cómo se atreve a tocarla? Estómago que se remueve, como las aguas de un remolino, funesto y terrible. Corazón que late cada vez más presto, que tiene ganas de estallar y salpicar. Qué ganas tiene mi voz de desgarrarme el gaznate de tanto gritar, enfurecerse, hacerse grandiosa.

Pero me quedo callado. Me callo para no perder los estribos. Me callo para no perder el juego. Me callo… porque tengo mejores soluciones que gritar.

Oscurece. El sol mengua, viajero, se escurre entre el relieve de las lejanas montañas, dejando paso a la luna plateada, ensombrecida por las nubes densas y grises, a punto de reventar y llorar gotas de lluvia. Tampoco se ven estrellas nocturnas. No hay nada, el cielo se ha convertido en una capa negra y oscura.

Mirada fugaz. El chico se pasea por el patio trasero, a un ritmo constante, sobre las piedrecitas. Silba una melodía alegre, y sonríe tímidamente. No para de dar vueltas. Yo, mientras tanto, observo con cautela.

Pero observar cansa. Me transporto instantáneamente delante suyo, cosa que lo asusta y le hace caer al suelo. Le alargo la mano para ayudarlo a levantarse, o al menos eso le hago entender. Cuando me la agarra, lo suelto, y exclama un gemido porque otra vez se ha hecho daño en las nalgas.

-¿Cómo estás, Raharjo?

Me mira con curiosidad, y me cuesta entender qué piensa. Su cerebro es inexpugnable, por lo que veo.

-Bien, señor.

-¿Qué haces aquí fuera? ¿No tienes frío?

Mihaela, una de las criadas más bellas del palacio, ha dicho que hoy hacía un frío terrible. Pero yo nunca tengo frío, siempre me protejo con una capa calorífica que nadie ve.

-Solo un paseíto, señor. No tengo mucho frío, no se preocupe usted. Con un jersey voy sobrado.

Se levanta de un salto, con agilidad.

-¿Y cómo lo llevas, eso de follarte a mi futura esposa?

La cara se le tiñe de amarillo, gotas de sudor le chorrean por la frente y el cuello del jersey está empezando a estrangularlo. Miedo, está cagado de miedo, y yo sé que tiene ganas de huir, que se pensaba que yo era un enorme idiota, pero se acaba de dar cuenta de que soy más astuto que un zorro, y que a mí nadie me engaña.

-¿Q… qué… follarte? ¿Qué… es eso?

-¡Pero si ya lo sabes, cabrón de mierda! –digo con sarcasmo, con una amplia sonrisa, y le doy una fuerte palmada en la espalda- Follar, sexo, cosas que te gusta hacer con mujeres ocupadas, ¿no? ¿No podías haber elegido a una criada, en vez de elegir a mi chica? –adiós sonrisa- Porque Nirmala es mía. Has metido la pata, hasta el fondo.

-Yo… no quería…

-Al menos lo admites, ¿no? –sonrisa de satisfacción.

-Lo admito, señor…

Le cuesta seguir hablando, porque empiezo a asfixiarlo a distancia, a estrecharle la garganta, a retorcerle el cuello. Prorrumpo en risas, y las carcajadas retumban por las paredes, y son engullidas por la penumbra de la noche. 

-¿Me puedes decir por qué lo hiciste?

-La am… señ… or. No… no me… haga… esto… déjeme vivir… se lo ruego…

Lo suelto. Al darse cuenta de que ya no lo reprimo, exhala un suspiro de alivio, y empieza a correr en dirección al portal de entrada del palacio. Pero no consigue llegar allí, que le rompo el cuello con un simple gesto de la mano.

Pobre chaval…

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