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viernes, 27 de junio de 2014

TIRANÍA: CAPÍTULO 5

El-experimento-de-la-carcel-de-Stanford-2.jpg

Apesta a pis de perro. ¿Cuánto hace que está aquí? ¿Un año? ¿Dos años, quizás? Vete a saber. Para ella han sido diez años, o más. No soporta permanecer aquí y cada día lo aguanta menos. “Ya te acostumbrarás”, le dijo Melvin, mirándola con sus ojos fríos y vacíos de sentimiento. Pero todavía no se ha acostumbrado. Cada día que pasa es como si fuese el primero. De lo único que se ha acostumbrado es del repulsivo pestazo.

Conoce perfectamente a todos los carcelarios. Brendan, con su cara de amargado. Damien, que siempre le trae un trozo de pan o una manzana a escondidas. Elliott, que cuando la visita le pone un poco de música para animarla, pero es heavy metal, y este estilo no le gusta. Greg, que es un bobalicón y siempre mira las musarañas. Wayne, un chaval duro de pelar pero a su vez gracioso, y que normalmente huele a sudor, porque juega todo el día a baloncesto. Y muchos más, pero estos son con los que más ha interactuado.

Al principio no sentía aversión hacia la mayoría de ellos, pero ha acabado detestándolos y apartándose de ellos cada vez que la visitan.

-¿No quieres la manzana que te he traído? –dice Damien, con cara de buena persona. Pero ella sabe que no es bueno. Si lo fuese, no estaría de acuerdo con encerrarla en esta hórrida cámara y la ayudaría a salir de esta.

Geirbjorg no dice nada. Se calla, y sigue acurrucada en un rincón de la celda, abrazándose las rodillas con fuerza, como si quisieran sacárselas. Hace días que no come, pero prefiere quedarse como un esqueleto y morirse antes que hablar con estos cretinos.

-Me extraña que no digas nada. Últimamente estabas tan simpática, que incluso habíamos accedido a sacarte una vez al día de la celda para que pudieras jugar al ajedrez o al parchís con nosotros, o pudieras ver una película y distraerte. Pero estos días estás distante y antipática… por eso sigues aquí encerrada. Cuando muestres un poco de alegría, volveremos a ser buenos contigo.

Y sin decir nada más, hace rodar la manzana hacia ella y se va, silbando una tediosa melodía y danzando con los pies.

Lo intenta. Intenta de todo para soportarlo, por una sola razón: porque él la rescatará. Su querido Syver. Piensa en él cada día. En cuando se casaron y tuvieron los dos niños, y tenían una vida feliz y sencilla en Oslo. En cuando se besaban, abrazaban y se querían.
Cuando no hay carcelarios a la vista, se arrastra hacia la manzana y se la zampa a grandes mordiscos, dejándola pelada en cuestión de segundos. No es la más buena que jamás ha comido, pero tampoco la más mala.

Cada día se pregunta lo mismo: ¿por qué se la llevaron? ¿Por qué la secuestraron después de quemar su casa y matar a sus hijos? ¿Dónde están, sus corazones? ¿Y sus almas? Las deben de tener sucias, impúdicas. Si la odian, adelante. Ella no se lo prohibirá, para nada. Pero una cosa es odiarla, y otra de muy diferente es romperle la dignidad.

La estada se le hace menos pesada cuando llega un compañero de celda. Es un hombre de unos treinta y cinco años de edad aproximadamente. Rubio platino es su pelo, podría decirse que casi blanco, y los ojos los tiene de un color azul celeste tan claro que a veces parece que no tenga iris. Su rostro es afligido, tiene el cuerpo musculoso lleno de contusiones y cortes, y no dice ni pío. Lo único que hace es llorar cada noche, estirado y acurrucado en un rincón, evitando que Geirbjorg lo toque. Pero este silencio que él emana acaba al cabo de un par de semanas, cuando se sienta y abre la boca para hablar.

-¿Cómo te llamas? –dice el hombre, y ella se fija en que le ha crecido una barba incipiente de pelos rubios al paso de los días.

-Geirbjorg. ¿Y tú?

-Da igual mi nombre. Es irrelevante.

-A mí me interesa. ¿Cómo se supone que te tengo que nombrar, sino?

-Puedes llamarme… Rubito.

-¿Rubito? ¿Y yo por qué he tenido que decirte mi nombre?

-Porque lo has querido. Yo no te he forzado.

No le cae muy bien. Tiene la voz llena de sarcasmo y no es amigable, le pone de los nervios. Creía que se distraería más con su compañía, pero la verdad es que se siente aun peor, y la presencia de Rubito le irrita. Igualmente, la situación cambia, y un día el varón se anima y empieza a charlar, indignado.

-Me han pegado, dado latigazos, me han dado patadas por todo el cuerpo, me han escupido, arrancado uñas, dejado un ojo morado, roto un par de dientes, me han drogado con somníferos y otras sustancias, me han hecho de todo. ¿Te crees que, con la de cosas que me han hecho, estaré contento y conversaré contigo tranquilamente como si fuésemos a tomar un café? Cuando me rompen el honor, no soy capaz de sonreír y alegrarme por nada.

Geibrjorg, airada, sonríe con ironía y ludibrio, y le escupe en la cara. Las babas se impregnan en los ojos de Rubito, y este hace una mueca de asco.

-No tienes ni idea, Rubito de mierda. ¿Sabes lo que yo he sufrido? ¿Lo que ellos me han hecho sufrir? Me han pegado, arrancado dientes con alicates, desgarrándome piel de las encías, me han también azotado con el látigo, me han dejado sin comida y bebida para que me pudriera aquí dentro. Me han arrancado puñados de pelos a tirones, y lo peor de todo y que nunca serás capaz de entender, me han violado. Me han desnudado sin miramientos y me la han penetrado mínimo un par de veces cada uno de ellos, sin que les importara para nada como me sentía y como me dolía cuando forzaban y me empujaban hacia ellos. ¿Acaso lo has sentido o lo sentirás nunca, eso?

-Estúpida, a un hombre también se lo puede violar.

Le vuelve a escupir, enojada.

-Pero a vosotros no os duele tanto. Os humilla, eso sí, pero no sabes lo que siente una mujer cuando la violan… a partir de ello, ya no es capaz de mirar a los hombres a la cara. Un hombre se puede vengar violando a otra persona, pero no una mujer. Para mí, sois todos igual de imbéciles, malévolos, no tenéis sentimientos y el corazón lo tenéis como una piedra. Eso es lo que pienso de vosotros.

-Eso es lo que piensas de todos menos de tu amado, ¿cierto? ¿Y cómo se llama él, eh?
La noruega se queda callada, recordando su hermosa cara, sus ojos marrones y encendidos, fogosos cuando la miraba, su sonrisa perpetua… su olor de pomelo, él… un ser encantador e irrompible.

-Dame una razón sólida por la que te tenga que decir cómo se llama él sin que me hayas dicho tu nombre.

-Porque me llamo Kristján. Kristján Thordottir.

Le alarga la mano, con actitud de mofa. Geirbjorg se le aleja un poco arrastrándose. Cree que está perturbado o que las torturas realmente le han afectado en el cerebro.

-No te diré como se llama.

-Venga ya, no seas niña pequeña. No finjas que eres fuerte y que aguantas todos los golpes, porque se nota mucho que te sientes como si todavía fuese tu primer día aquí dentro. Te sientes exactamente igual que yo, y así seguirás sintiéndote. A mi también me pasa, eh, que ser tan guapo no significa ser indeleble.

-Eres un canalla. Ni tan solo me interesa hablar contigo.

Tampoco necesita hacerlo. El día siguiente, se lo llevan vete a saber dónde y le añaden otra compañera de celda. Es una mujer muy vieja, desmirriada como un fideo, la piel blanca como la leche, y la han rapado al cero. No tiene ganas de conversar con nadie, pero tampoco parece adusta.

-Me llamo Geirbjorg –le dice a la anciana.

Y esta se duerme profundamente, despertándose raras veces. No ronca y es como si no estuviera aquí, por lo tanto, la otra se siente igual que al principio: sola. Preferiría estar con el islandés, aunque le cayera mal. Al menos tendría alguien con quien hablar.

Al cabo de unos días, la anciana fallece. Y no conoce el porqué, pero Geibrjorg llora un poco. La había visto tan plácida y a su vez tan impotente que le da lástima. Se imagina su pasado… quizás tenía un marido, y seguramente hijos… o, vete a saber, quizás estaba sola. Pero tenía una vida con oportunidades, y ellos se las han quitado.

-¡Ya basta, cabrones! –se levanta Geirbjorg de repente, y empieza a gritar dando puñetazos a los barrotes, que le dejan las manos llenas de contusiones- ¿Se puede saber por qué no me dejáis marcharme? ¿Cuándo me trataréis con respeto? ¿Se puede saber qué os he hecho?

Pero nadie viene. Muchos prisioneros desvarían. Ella es una más. Hacen como quien oye llover. Tiene la garganta reseca y el estómago tan vacío que es como si no lo tuviese. Tiene ganas de vomitar, pero no tiene nada que expulsar, así que se traga las náuseas. Se va a morir… pero aunque haya sufrido, se reencontrará con sus hijos y podrán esperar juntos a que llegue Syver.

-Levántate –le dice una voz masculina.

¿Cuánto lleva durmiendo? Quién sabe. Abre los ojos, alza la mirada y ve a Wayne y a Melvin, ambos desprendiendo una insoportable peste de sudor, y tienen una marca en la parte de las axilas. Abaja la cabeza para volver a dormirse y morir en sueños, pero Melvin le repite la orden, insistente.  

-¿Por qué tengo que levantarme? ¿Me arrancaréis la lengua? –dice Geirbjorg, parsimoniosa y sarcástica- ¿O me violaréis otra vez?

-Nada de eso, estúpida –brama Wayne, cabreado-. Levántate de una maldita vez.

Se niega de nuevo, pero ellos abren la celda y la sacan de allí a empujones y agarrándola del brazo. Le vendan los ojos con un pañuelo negro y en un principio su visión es completamente negra y oscura. Pero consigue que su mirada se deslice por un pequeño agujero, y es capaz de ver lo que pisa: baldosas blancas. Nada más. También ve pies. Bueno, más que pies son zapatos. Dos zapatillas deportivas que caminan prestas. Y percibe un jaleo algo lejano, pero más que un alboroto es un conjunto de gente que charla.

La obligan a sentarse en una silla y le quitan el pañuelo de un tirón. Por primera vez en mucho tiempo se siente algo más libre, porque ha salido de la celda. Prácticamente ya no recuerda aquellas temporadas en las que la dejaban salir para jugar a juegos de mesa con ellos, y fueron más simpáticos que nunca.

Pero hoy no tienen ganas de ser simpáticos.

-Creo que esto te hará mucha gracia –dice Melvin en un suspiro, plantándole un periódico delante de su cara para que lo vea.

“Muere el rey de Noruega, el señor Heiolf Solberg. Poco después, cuando su hermano Syver releva su poder, muere también misteriosamente por causas desconocidas…”

No tiene ganas de leer más. Escupe en el diario todas las veces que puede hasta que alguien lo coge. Alguien la insulta porque lo ha dejado hecho un asco. Wayne le clava una colleja que le provoca dolor de cabeza, pero no se queja.

No se queja delante de ellos, pero cuando la vuelven a encerrar en la celda se acurruca y se hunde entre sus piernas para llorar como una boba. No le sirve de nada, fingir que es valiente. Es solo una fachada.

sábado, 10 de mayo de 2014

TIRANÍA: CAPÍTULO 2










Syver mira a su hermano enfermo con singularidad, y no sabe si sentir lástima o absolutamente nada. Tiene la cara chupada, poblada de pelos grises en la barba, y le caen puñados de pelo de la cabeza. Parece que le hayan succionado la carne y solo le queden la piel y los huesos, por lo esmirriado que está.


Bebe un sorbo de agua de una botella, y se disgusta cuando nota en su boca que esta no está fría, pues él odia el agua natural, aun más la caliente. Sigue con la mirada al enfermero que acaba de entrar en el aposento y lo escruta de arriba a bajo, pasivo.


-¿Cómo se encuentra su Alteza? –dice Syver con cortesía.


-Su vida no se alargará mucho más, señor. Me sabe mal decírselo, pero pronto perecerá.


El hombre alza los hombros con indiferencia. Acaba de descubrir que no siente ningún tipo de duelo por su hermano mayor. Se llevan treinta años de diferencia, y casi nunca se han dirigido la palabra. ¿Por qué tendría que importarle su muerte? Lo han llamado a él porque es el único miembro de la familia que le queda. Pero es que nadie lo quiere, a Heiolf.


Aunque gracias a él la dinastía de los Solberg se enriqueciera, todos comenzaron a mirarlo con difidencia cuando conquistó el mundo entero con aquel rey francés hace veintidós años. Y hace veintidós años, Syver tenía tres, y jugaba con coches de juguetes e iba al jardín de infancia.


-Yo no soy tan viejo, Syver –dice Heiolf, con una voz frangible y casi imperceptible, agarrándole la mano al otro con fuerza-. Pero la muerte se me lleva pronto. Demasiado pronto. No he sido capaz de soportar las balas incrustadas en mi cuerpo, y encima me he puesto enfermo, y tengo heridas por todas partes. No quiero que nuestra familia se acabe aquí. Quiero que tú cojas el relevo, que sigas luchando por este mundo unitario y sigas dando poder a los Solberg como yo he hecho durante toda mi vida. Te entrego mi poder, te corono rey de Noruega y de todo Europa, porque Diègue, aquel calamitoso, hace años que murió y dejó que los franceses se alborotaran y montaran escándalo. Tú tienes que controlarlo. Te lo pido, porque soy tu hermano mayor.


Estas son sus últimas palabras. Sus ojos se apagan y las manos se le aflojan. Unos cuantos soldados vestidos de negro lo encierran en un ataúd y se lo llevan.

-¿Tengo que dirigirme a usted como Alteza, señor? –le pregunta el enfermero.


-Mira, aquí está el problema –dice Syver-. No sé ni cómo te llamas.

-Mi nombre es Hafleikr Gjertsen.

-Muy bien, Hafleikr. Lo que te decía, es que no quiero ser un monarca. No lo veo divertido, eso de torturar y asesinar a las persones, y que sea legal el maltrato a la mujer. No quiero formar parte de esto. Por otra parte, si no lo hago soy yo el que acabará muerto, así que… ¿por qué no me ayudas a descubrir hacia dónde tiene que inclinarse la balanza? ¿La muerte por haber luchado por la igualdad? ¿O la vida por haber sido un cobarde?

-Yo optaría por sentarme al trono, pero reinando con sabiduría. Instaurar un monarca en Francia y hacer un acuerdo con el resto de países de la Tiranía para prohibir las torturas y los asesinatos, y evitar la violencia de género. Usted es el hermano del rey Heiolf, y sus pensamientos tienen mucha influencia en el resto.

-¿Es eso, lo que crees? ¿Crees que funcionará? ¿Crees que me harán caso? ¿Crees que no me cogerán y me matarán en una silla eléctrica, o en la guillotina, como en los viejos tiempos? Tengo la cabeza llena de dudas. ¿Por qué tuve que ser el hermano de este alelado? Ahora soy yo el que se tiene que encargar de arreglar estas destrozas y hacer de este mundo un sitio bonito.

-¿No tiene usted ningún otro familiar que quiera ocupar su lugar?

-Todos odiaban a Heiolf.


-Vaya.

El ambiente se llena de silencio, al principio tranquilo pero luego incómodo, y Syver decide romperlo con un golpe en la mesita del lado de la cama.

-Decidido. Porque soy un Solberg y los Solberg somos tozudos, me encargaré de todo. Me ocuparé de ser un buen rey, y me convertiré en un presidente democrático, como los que había hace años. Prohibiré los maltratos y torturas sobre mi cadáver, e intentaré hacer de este lugar un mundo mejor.

Cuando sale del hospital, que está algo abandonado porque casi no hay personal que trabaje ahí, una pequeña multitud lo recibe fuera. Gritan su nombre; algunos lo loan y otros lo infaman. Un huevo le estalla en la cabeza y le ensucia el pelo, pero no se enoja, solo le pide a uno de los soldados que le traiga un trapo mojado y les dice al resto que no le hagan daño al pobre hombre que se lo ha tirado.

La misma gente y otras personas que se unen por el camino escoltan a Syver al Palacio Real donde, adentro, la gente que camina de arriba abajo se aparta solo para que él pueda pasar. Se pone delante de la tribuna de la Sala Mayor, y se espera a que todas las cámaras lo enfoquen y los periodistas hayan comentado la noticia de última hora para que le dejen empezar con el discurso:

-Yo no soy mi hermano Heiolf. Soy un Solberg, venimos de la misma familia y tenemos las mismas raíces, pero no somos la misma persona ni de lejos. Yo no os torturaré, ni os asesinaré, ni permitiré que existan los maltratos. Porque el pueblo es la gente, y todos somos lo mismo; somos personas, y eso es lo que nos une. Sin el pueblo, la nobleza y monarquía no serían nada y se diluirían. Yo voto por un mundo mejor. Voto por romper la Tiranía, y me reuniré con los monarcas que participan en ella para preparar un acuerdo y hacerlo posible. Noruegos, si me ayudáis, podemos conseguirlo. Juntos. Porque somos fuertes. Y no solo noruegos; también los franceses, italianos, españoles, ingleses, alemanes, polacos, suecos, finlandeses… todos los europeos, los asiáticos, africanos y americanos, ya sean del norte o del sur, ¿qué importa? Además, mejoraré la ecología, empobreceré a los ricos y enriqueceré a los pobres. Eso es todo, amigos y amigas. Acaba de comenzar mi partida. Gracias por escucharme.

Nadie le aplaude. Le da igual. Ordena a sus sirvientes que le traigan una botella de agua bien fría y una toalla húmeda, porque está sudando de arriba a bajo y todavía tiembla. Lo ha hecho. Lo ha dicho, delante de toda Noruega pero también de todo el mundo, porque esto no tardará mucho en circular por las redes de Internet, y todos lo verán.

Él quiere hacer un cambio. Se lo ha propuesto, y no parará de luchar hasta conseguirlo. Después de esta fatídica y fuerte jornada, pide que le preparen un baño de burbujas con sales aromáticas para relajarse un rato. Atranca la puerta de la habitación, se desnuda y se adentra en el agua espumosa, que le provoca una distensión agradable. Se friega el cuerpo con una esponja con jabón y también el pelo, que hace días que no se lo lava.

Cuando sale de la bañera, se pone crema en las heridas que tiene en piernas y brazos, que se las hizo hace dos años, cuando hubo una explosión en su casa, perdió sus hijos para siempre y secuestraron a su mujer.

“Exacto”, piensa para si mismo, “Recuperaré a mi querida Geirbjorg. Lo debe de estar pasando fatal, y eso es lo que menos deseo. Destruiré a los que se la llevaron.”

Geirbjorg… recuerda cuando la conoció. Estaba en una cena con la familia del monarca italiano Venanzio Sanguinetti, y la chica era su prima segunda, que venía con su padre Alfrigg Borchgrevink. La primera vez que Syver la vio, sintió hacia ella indiferencia, pero después le gustó su hermosa cara, así que cada vez le placía más mirarla. Congeniaron mucho, y se llamaban a menudo. Eran jóvenes y se lo pasaban bien. El señor Borchgrevink murió de un infarto porque fumaba demasiado, y cuando el chico consoló a Geirbjorg acabaron enamorándose el uno del otro.

Al paso de los días, la gente se aglomera a las puertas del Palacio, y hay tanta multitud que al rey le es imposible salir de ahí. Cuando está en su habitación, oye la algarabía del exterior. Gritan su nombre, algunos en forma de loanza y otros en forma de maldición. Los más conservadores se han tomado como una ofensa su discurso por televisión. En cambio, los que se sentían más oprimidos han encontrado su sitio, y se desahogan, alegres.

Tal y como Syver deseaba, se convoca una gran e importantísima reunión de muchos monarcas partícipes de la Tiranía un par de semanas después. La mesa donde se sientan para reunirse y cenan es muy oblonga, y le dejan a él ser el que la presida en un extremo. Han venido muchos reyes: Wladyslaw Wójcik, de Polonia; Kaspar Schwenke, de Alemania, Austria y Suiza; Brando Sanguinetti, hijo del antiguo soberano Venanzio y actual rey de Italia; Ellery Bradbury, del Reino Unido; Thorbjörn Knudsen, de Dinamarca; Lukács Harsányi, de Hungría; Khrysos Sfakianakis, de Grecia, Félix Otero, de España… y muchos más.

La cena se basa en oca rellena de ciruelas, combinado con arroz a la milanesa y patatas fritas y enormes recipientes de plata repartidos por la mesa y llenos de manzanas, cerezas, uvas y otras frutas. Cuando todos están con la barriga llena y ríen felices por el efecto de la cerveza de cebada que han bebido, Syver se atreve a sacar el tema que a él más le consterna y preocupa.

-¿Qué es lo que quiere, señor Solberg? –pregunta Thorbjörn Knudsen, un hombre robusto, que parece un vikingo por su larga cabellera y rubia como el trigo, su cara espigada y su aspecto corpulento y grande.


-Mi deseo es el de romper la Tiranía, sir Knudsen.

-¿Y por qué quieres eso? –el inglés Ellery Bradbury siempre ha tenido fama de maleducado.

-Porque es injusto para los ciudadanos. Son humanos, y no merecen esta opresión. Además, ¿por qué no ha venido ningún gobernador que no sea europeo? –pregunta, curioso y preocupado a la vez.

-No era necesario que presenciaran esto –dice Wladyslaw Wójcik, con una sonrisa sagaz.

El polaco chasquea los dedos, y se abre la puerta del comedor con un fuerte golpe. Un soldado con la bandera danesa en la armilla se acerca al noruego y lo degolla con un puñal de hierro, dejándolo sin vida. La sangre de su cuello sale a borbotones y mancha las toallas blancas de rojo.

Una riada de carcajadas retumba en la sala. Carcajadas oscuras, que han cumplido con lo que se proponían. Syver ha caído… y con él ha caído la democracia.