martes, 15 de diciembre de 2015

¿Yo dentro de veinte años?



Este relato es un intento de pronóstico de mi futuro (concretamente, cuando tenga 37 años). Probablemente está muy alejado de como será realmente mi vida. Pero no lo escribí porque sí: era una tarea del instituto. Me ha hecho ilusión publicar la redacción porque es de los pocos escritos míos que me han gustado un mínimo.
Disculpad si, cuando lo leáis, os parezco repelente y pretenciosa. No era mi intención. 

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Disfruto contemplando la magnificencia de Barcelona por las mañanas. A primera hora del día, cuando el sol todavía está tímido y no acaba de salir de su escondrijo. Apenas hay coches que rompan el silencio, y el aire es frío y cortante.

Muchos ignorantes aborrecen el invierno, sobrevalorando la playa y el calor sofocante. Pero, ¡qué locura! No hay nada más acogedor que cobijarte de las bajas temperaturas con el abrigo de piel –piel sintética, no vaya a alzarse la polémica-, el jersey de lana, las botas forradas, el gorro y la bufanda –aunque yo no soy muy amiga de las bufandas, pues recelo la opresión que me hacen sentir en el cuello-, los guantes… Y el edredón, ¡bendito sea el inventor del edredón!

¿Por dónde iba? Ah, sí.

Asciendo por la calle Sicilia, recibiendo con optimismo la brisa fría que me azota el rostro –sin compasión: está furibunda, colérica. La calle está prácticamente vacía, solo atisbo a un muchacho veinteañero llevando de paseo a su mastín.

La librería sigue generando polvo, y me parece realmente encantadora. Los pocos libros que todavía se editan en papel están colocados en el escaparate y en los estantes más cercanos a la puerta de entrada. El resto de anaqueles están atestados de libros viejos, de todas las épocas.

El negocio está en bancarrota, lo sé, soy plenamente consciente de ello. Pero me importa un comino. Sigue siendo mi refugio favorito (y lo seguirá siendo). Aprovecho que la clientela es escasa para enfrascarme en la lectura de los miles de libros que hay aquí almacenados, y me despido de mi vida social. ¡Diez horas de soledad! ¿Qué más podría pedir?

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Al finalizar la jornada, a las seis de la tarde, Ruth viene a buscarme. Aunque solo tiene ocho años, no me da miedo que vaya, en ocasiones, sola por la calle. Es una niña responsable y cautelosa.

Hoy ha sido un día provechoso, más de lo que me imaginaba. Ha venido el primer cliente en dos días, y yo pensaba que se iría enseguida, pues no parecía muy satisfecho con lo que estaba viendo. No obstante, por asombro, al reparar en el estante de literatura alemana, se ha entusiasmado y ha empezado a acopiarse de un montón de libros.

Con curiosidad y sorpresa, me he acercado al señor, que debía de rondar los sesenta años, y le he preguntado si buscaba algo en concreto.

-Guten Tag, bella Mädchen –ha replicado, con un característico acento alemán-. Estoy contento. Vivo en Santa Coloma. Hace poco que vivo aquí, soy de München, auf Deutschland. He versucht en muchas… ¿cómo se dice? ¿Buchhandlungen, en español? Donde hay libros.

-¿Librerías?

-Sí, liberias. He buscado en liberias, y no hay libros en Deutsch o de Deutschland. Todo está en ebook. Por la tecnología. Ya dijo Einstein que la tecnología nos deja Idioten. Aquí veo que hay… Hermann Hesse… Friedrich Schiller… Goethe… ¡También von Schlegel!

Esto ha desencadenado una conversación entretenida, en la que hemos dialogado –de forma un tanto chapucera: él mezclando el castellano con vocablos alemanes, yo tratando de entender todo lo que decía, que entre su acento y su idioma extranjero, ha sido un poco complicado- sobre literatura y filosofía alemana. Además, dos horas después de esa larga charla –que al final se ha descomedido un poco-, se ha llevado alrededor de unos veinte libros, y mi hucha está profundamente agradecida.

Ruth es una niña simpática, pero un tanto introvertida. Supongo que será por lo que ha aprendido de mí y su padre: ambos lectores ávidos, muy a menudo reacios a socializar, con afán de aprender y descubrir el mundo. No es que seamos unos amargados y que queramos sumir a nuestra hija en una soledad perpetua. Sino que, con el interés con el que se vuelca en la literatura, por los valores que le hemos enseñado, muchas veces prefiere quedarse en casa o visitar la biblioteca y leer a Roald Dahl, en vez de ir a jugar con sus amigos.

Su rincón favorito es el trastero, donde hay más estantes repletos de libros que trastos de por sí (no consideramos que la pequeña librería sea un trastero, pero este cuarto siempre ha sido identificado con este nombre, y con el paso del tiempo le hemos acabado cogiendo cariño al término). A diario manifiesta su pasión por la lectura, y las ganas que tiene de hacerme compañía durante mis jornadas de “trabajo”. Siempre me afirma con seguridad que, de mayor, trabajará conmigo en la librería, y que cuando yo perezca –ha aprendido a hablar de la muerte con naturalidad-, la cuidará de maravilla.

Yo no quiero chafarle la ilusión, y cuando menciona el tema de la librería, pongo evasivas para rehuirlo. No quiero hacerle saber que cada vez puedo permitirme menos el local, y que estoy a punto de venderlo al director de un negocio de peluquerías, distribuidas por toda la ciudad.

De momento, ella está contenta. Queda poco con sus amigos –a quienes podemos contar con los dedos de una sola mano-, no juega en el parque, casi no ve la tele ni utiliza el ordenador, pero con los libros está satisfecha, irradia felicidad, y lo único que quiere mientras está en el colegio es regresar a casa y leer sin parar hasta la hora de dormir.

Por ahora, sin que sepa la verdad… ya está bien.