Le duele muchísimo la cabeza. Abre los ojos, y nota
una molesta sensación en la cara: la tiene llena de arena. Se la sacude con las
manos, y se levanta con apatía, contemplando lo que le rodea. Un enorme
desierto de naranja y alevosa arena, y unos cactus de formas varias a la
lejanía, eso es lo que lo rodea.
Grita lo más fuerte que puede, hasta desgañitarse.
Es inútil, no hay nadie. Se quita el jubón y se arremanga las mangas de la
camisa y los pantalones para no sufrir tanto calor. También se quita las botas
negras y camina descalzo por la hosca arena. Se muere de hambre, y vete a saber
cuántas horas ha estado durmiendo.
Un trozo de papel cae al suelo. Se agacha y lo coge
como puede, haciendo el máximo esfuerzo para no perder el equilibrio. Está muy
refregado, y es una nota escrita con letra trémula.
“Kristján Thordottir, si
te recuperas de la insolación búscanos. Sino… ha sido un placer trabajar
contigo. Gracias por el servicio. Descansa en paz.
Ernest Köhler”
Incluso su mejor amigo, el que lo acompañaba
siempre, ahora lo ha abandonado. Ha preferido salvarse en vez de arriesgar su
vida esperando a que su compañero se despertara o muriera.
Necesita agua. Y comida. El estómago le ruge y
tiene carraspera en la garganta. Tiene el profundo deseo de que, pronto, un tuareg
remoto lo verá y lo salvará, o encontrará un oasis extraordinario. Podrá
sumergirse en aquellas aguas y saciarse. Camina y camina, cada vez con más
hervor por el pensamiento del oasis y el tuareg, pero está tan hueco que se cae
y se desmaya, hundiéndose en la arena.
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Cuando abre los ojos sucede el milagro: delante no
tiene un cielo azul y resplandeciente, sino un techo de color carne. Sonríe,
flemático, y balbucea una serie de palabras sin lógica para que alguien lo
atienda. Y funciona, pues enseguida llegan unas cuantas personas.
-Hola, señor. ¿Se encuentra bien? –le dice un joven
de unos dieciséis años en un inglés pastoso, dándole un vaso de agua, y
Kristján se lo bebe de un sorbo, con devoción.
Tienen todos la piel negra como el azabache, y no
tienen aspecto de tuaregs. Visten con poca ropa, y solo hay un par de mujeres;
una muy vieja y regordeta que casi no se puede levantar de su silla y otra más
joven, pero tampoco es una adolescente, sino que debe de tener unos treinta
años.
Hablan entre ellos un idioma extranjero, y su deber
es el de apalearlos porque no hablan el lenguaje que toca, pero no lo hace,
porque está demasiado débil y lo están tratando de maravilla. Le dan una
infusión repulsiva pero efectiva, y después de haber dormido un rato, le dan la
poca comida que tienen: sacos de fruta, patatas, lechuga y un poco de carne de
pollo fría. Los tres lo miran fijamente mientras manduca y eso lo agobia e
incomoda.
-Los pollos… ¿de dónde los habéis sacado? –dice
Kristján en voz baja e insegura, para romper el silencio.
-Tenemos aves de corral –dice el chico joven que
antes le ha dado agua, y sonríe porque ha sabido expresarse bien-. Pollos
muchos, gallinas.
Cuando sacia su hambre y su sed, es capaz de
ubicarse. Están dentro de una pequeña casa de pocos colores y casi sin
decoración; de lisas paredes de color carne y puertas de madera marrones. No
debe de ser un lugar muy seguro donde te puedas sentir protegido en caso de
tormenta o terremotos, pero algo es algo.
-¿Cómo os llamáis? –les pregunta lentamente para
que lo entiendan.
-Yo Kayode –dice el chico-, ella mi hermana Ngozi
–señala a la chica de unos treinta años-, y ella madre Yetunde –señala a la
mujer gorda.
Ngozi y Yetunde no dicen nada, pero lo miran con
una leve sonrisa en los ojos, aprobándolo. Lo que Kristján no sabe es qué hará
a partir de ahora, y no entiende por qué lo están tratando con tanta
hospitalidad. Si él fuese uno de ellos, lo habría matado con tan solo verlo,
pues es un soldado invasor.
-¿Por qué me tratáis tan bien? Soy un soldado…
-Nosotros no importa si tú soldado –dice Kayode,
charlatán y entusiasmado-. Tú laso y nosotros cogerte y cuidarte y darte
comida. No importa si tú soldado –repite, trabándose con las palabras.
-He venido a torturaros, para impostar una tiranía
con mis compañeros, porque estoy a favor de esta. ¿A caso queréis que os mate?
-Tú no tener pistola y tus compañeros no acompañan
–dice Ngozi por primera vez, pero acaba de decir su frase y ya se retira,
vergonzosa.
-¿Me estáis diciendo que soy un rehén?
-Poder venir a conocer pueblo, y brujo Jaro ayudar
a curarte –sigue diciendo el chico.
Aunque dijera que no, acabaría yendo seguro, así
que asiente con la cabeza y Kayode le pide que lo siga. Salen de la casa
atravesando unas cortinas verdes de satén. Caminan por el pueblo, que más que
un pueblo es una muy pequeña villa, pero vete a saber dónde se encuentran
exactamente.
A Kristján le fascina pero a su vez se le encoge el
corazón; el montón de personas mal alimentadas y en un estado económico
paupérrimo, los hijos enclenques que mueren pronto, sus enjutos cuerpos con el
vientre inflado y las caras hambrientas. Aun así, lo que más le sorprende es
que son felices. Cantan, bailan, ríen y se entienden, son todos una familia
unida y no se tienen rencor alguno.
Llegan a una cabaña cubierta con telas de seda, y
primero Kayode se adientra, pidiendo a Kristján que se espere fuera unos
minutos. Poco después lo hace entrar con un gesto de la mano, y este también se
adentra, con demora y recelo.
-Necesito tu nombre, buen hombre –dice el señor que
está sentado delante de un bol de cerámica con arena dentro. Tiene las
facciones enduradas, y en el rostro tiene unas pocas arrugas, pero no en
abundancia. Su cara está llena de placidez y paciencia, y el soldado intuye que
este debe de ser el brujo Jaro.
-Kristján.
-¿Y de dónde vienes? –habla inglés con más
facilidad y no tiene un acento tan marcado.
-Islandia.
-Islandia… un país frío, en el norte, allí arriba…
me imagino que debes de estar sufriendo un calor inmensurable, ¿me equivoco,
Kristján?
-Tiene razón.
-Pues ya puedes quitarte la ropa.
-¿Cómo? –pregunta sorprendido, sin acabar de creer
lo que le acaban de pedir.
-Que te desnudes, he dicho. ¿Quieres que te ayude o
no? No podré hacerlo si estás vestido.
Lo mira con resguardo, pero se levanta, se quita la
camiseta con lentitud y luego se abaja los pantalones. Se queda quieto unos
instantes antes de bajarse los calzoncillos, y lo hace con gansería, pues le da
vergüenza mostrar sus partes más íntimas. Finalmente, se quita los calcetines,
cosa que había olvidado completamente de hacer.
-¿Por qué quiere que me desnude, señor? –pregunta
Kristján, tapándose la virilidad como puede, pero una pelusa de pelos rubios
sobrepasa sus manos. Hace demasiado tiempo que no se depila. Invadiendo países
extranjeros no tiene tiempo de coger la cuchilla de afeitar.
-Te aseguro que no estoy interesado en tu hombría.
Jaro le pide que se siente y él lo hace, obediente.
El brujo empieza a hablar en una mezcla de su idioma nativo y francés, que no
debe de entender ni Kayode, que se lo queda mirando, absorto. Mezcla varios
líquidos de colores varios, y después de una serie de plegarias sin sentido, de
repente Jaro brama un grito que debe de retumbar por todo el desierto, e
incluso la cabaña tiembla. El joven prorrumpe en risas, y el islandés se queda
igual de quieto, confuso.
-Muy bien. Ya he terminado.
-¿Es esta la poción que me tengo que beber?
Jaro imita a Kayode y también empieza a reír, pero
son unas carcajadas más estruendosas, oscuras y misteriosas, que ponen los
pelos de punta a Kristján, y por primera vez tiene frío en este lugar, un frío
que hiela.
-¿Cómo se te ocurre beber arena? ¿Estás loco? –dice
el brujo, carraspeando después de haberse reído tanto.
-¿Entonces por qué has hecho que me desnude? ¿Me lo
desperdigarás por el cuerpo? ¿O me lo harás oler?
-Nada de eso. He hecho que te desnudaras porque
quería ponerte en ridículo. ¿Quién te ha dicho que soy, Kayode?
-Pues… un brujo, ¿no?
-No soy un brujo. ¿Por qué te crees que hablo tan
bien en inglés? ¿Te crees que un nigeriano de una villa desértica tiene esta
capacidad? Podríamos decir que hay cámaras porque esto es un programa
divertido, pero sería avanzar demasiado la broma porque eso tampoco es cierto.
No estás en África, so memo.
Es como si le hubiesen dado un martillazo. Le rueda
la cabeza y parece que todo sea una insensatez enorme y que carece
completamente de lógica. Empieza a reír, nervioso, intentando que los otros dos
también se rían y digan que lo que acababa de decir Jaro era una broma, pero
ambos de quedan igual. No mueven un músculo y esperan, pacientes, a que el
islandés reaccione como toca.
-O sea, que este sufrimiento en el desierto –dice,
tartamudeando-, ¿no era real? ¿Cosa de estudios cinematográficos y mierdas de
estas? ¡Ya podéis estar sacándome de aquí, eh! Mi familia, los Thordottir,
somos una gran dinastía y nos sobra el dinero. No será un problema pagar una
fianza, un rescato, lo que sea… pero sacadme de aquí. No entiendo la razón por
la que me habéis engañado y capturado, pero no cuestionaré absolutamente nada
si me soltáis ahora mismo.
-¡Pues claro, que era real! Te encontramos en el
desierto hace casi una semana. Rastreábamos los desiertos africanos con
helicópteros para encontrar soldados moribundos, y no eres el único que hemos
capturado. Chico, has sido realmente tenaz y obstinado, porque cada dos por
tres te despertabas y teníamos que darte raciones elevadas de somníferos, más
cantidad que a tus otros compañeros que también se habían perdido. La nota que
tenías en el chaleco no era de tu compañero. La escribimos nosotros antes de
que te despertaras por primera vez.
-¿Dónde está Ernest? –es su mejor amigo, y saber
que en realidad no lo había abandonado lo emociona y exalta, le pone contento.
-Donde esté no te importa.
-¿Pero está vivo?
-Claro que sí. Pero maldita sea, déjame hablar de
una vez. Te tenemos. Estamos en contra de esta Tiranía que vosotros impostáis,
así que ahora eres nuestro, y estás dentro de esta cabaña porque quiero
sonsacarte información de ti y de los tuyos.
¡Todo era un engaño! Todo eran estudios de cine,
platones, ficción, las personas hambrientas eran meras imágenes, todo era una
falsedad y él está aprisionado. Se levanta y se dirige al exterior de la tienda
para escapar de allí lo más rápido posible, pero se pone de cara con el agujero
de un revólver con el que Kayode lo está apuntando. Su propio revólver. Y se
deja caer y se sienta en el suelo, sumiso.