sábado, 20 de agosto de 2016

Breve reminiscencia al presente



Érase una vez una pequeña y acogedora aldea, en la que residían ciento cuarenta y nueve lugareños, todos de buen corazón, de sonrisa amplia, de generosidad abrumadora. Los días se sucedían con tranquilidad, luciera el sol o encapotaran el cielo las nubes. Las cosechas prosperaban y la ganadería era fastuosa, mientras que los habitantes congeniaban y vivían en armonía. Además, el pueblo estaba cercado por un paraje bucólico, como salido de una égloga, con un bosque frondoso y riachuelos de aguas diáfanas entrecruzándose equilibradamente.

Por mala suerte, había también un ser maligno, dispuesto a astillar el bienestar imperante, a quien llamaban el Máquina. No, debería corregirme: no era un ser esencialmente malévolo, sino que estaba loco, ciego de rabia, engañado, y dilucidó descargar su cólera sobre personas inocentes.

Qué daño hace la historia. La historia, creada sobre los cimientos apilados por los mismos seres humanos. Nosotros mismos la construimos, nosotros mismos la execramos después. Así se sentía el Máquina: despedazado, humillado, con la dignidad burlada. En su cabeza solo navegaba el odio, el odio infundado por charlatanes, por miserables cuyo único propósito era destrozar las vidas ajenas, frustrados por no haber alcanzado el éxito deseado.

Así que, sin pensárselo dos veces, hizo estallar granjas. Incendió la parroquia, donde dos ancianas postradas ante el altar rezaban por una buena vida. Derrumbó la pequeña escuela, mientras niños destinados a labrar un futuro fértil estaban aprendiendo álgebra. No tuvo suficiente con eso, que incluso asaltó la humilde clínica.  

“Han hecho que te arrodilles ante ellos. Eres un vasallo, todos lo somos. Dan apariencia de empáticos y generosos, abiertos de mente, pero en realidad nos esclavizan. Llevamos siglos buscando la igualdad por vías pacíficas, pero ya ves que estas medidas son un fracaso, así que la solución es evidente: cortar los problemas de raíz. Hay que recurrir a la violencia.”

Estas palabras, pronunciadas un par de meses atrás por el Capo, retumbaban en su cabeza mientras cometía esas atrocidades y contemplaba desde el monte la destrucción de la paz, eran como un himno de gloria, y le aportaban seguridad, le confirmaban que no había hecho nada malo, que solo estaba luchando por lo que él y los suyos merecían.

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