Syver mira a su hermano enfermo con singularidad, y
no sabe si sentir lástima o absolutamente nada. Tiene la cara chupada, poblada
de pelos grises en la barba, y le caen puñados de pelo de la cabeza. Parece que
le hayan succionado la carne y solo le queden la piel y los huesos, por lo
esmirriado que está.
Bebe
un sorbo de agua de una botella, y se disgusta cuando nota en su boca que esta
no está fría, pues él odia el agua natural, aun más la caliente. Sigue con la
mirada al enfermero que acaba de entrar en el aposento y lo escruta de arriba a
bajo, pasivo.
-¿Cómo
se encuentra su Alteza? –dice Syver con cortesía.
-Su
vida no se alargará mucho más, señor. Me sabe mal decírselo, pero pronto
perecerá.
El
hombre alza los hombros con indiferencia. Acaba de descubrir que no siente
ningún tipo de duelo por su hermano mayor. Se llevan treinta años de diferencia,
y casi nunca se han dirigido la palabra. ¿Por qué tendría que importarle su
muerte? Lo han llamado a él porque es el único miembro de la familia que le
queda. Pero es que nadie lo quiere, a Heiolf.
Aunque
gracias a él la dinastía de los Solberg se enriqueciera, todos comenzaron a
mirarlo con difidencia cuando conquistó el mundo entero con aquel rey francés
hace veintidós años. Y hace veintidós años, Syver tenía tres, y jugaba con
coches de juguetes e iba al jardín de infancia.
-Yo
no soy tan viejo, Syver –dice Heiolf, con una voz frangible y casi
imperceptible, agarrándole la mano al otro con fuerza-. Pero la muerte se me
lleva pronto. Demasiado pronto. No he sido capaz de soportar las balas
incrustadas en mi cuerpo, y encima me he puesto enfermo, y tengo heridas por
todas partes. No quiero que nuestra familia se acabe aquí. Quiero que tú cojas
el relevo, que sigas luchando por este mundo unitario y sigas dando poder a los
Solberg como yo he hecho durante toda mi vida. Te entrego mi poder, te corono
rey de Noruega y de todo Europa, porque Diègue, aquel calamitoso, hace años que
murió y dejó que los franceses se alborotaran y montaran escándalo. Tú tienes
que controlarlo. Te lo pido, porque soy tu hermano mayor.
Estas
son sus últimas palabras. Sus ojos se apagan y las manos se le aflojan. Unos
cuantos soldados vestidos de negro lo encierran en un ataúd y se lo llevan.
-¿Tengo
que dirigirme a usted como Alteza, señor? –le pregunta el enfermero.
-Mira,
aquí está el problema –dice Syver-. No sé ni cómo te llamas.
-Mi
nombre es Hafleikr Gjertsen.
-Muy
bien, Hafleikr. Lo que te decía, es que no quiero ser un monarca. No lo veo
divertido, eso de torturar y asesinar a las persones, y que sea legal el
maltrato a la mujer. No quiero formar parte de esto. Por otra parte, si no lo
hago soy yo el que acabará muerto, así que… ¿por qué no me ayudas a descubrir
hacia dónde tiene que inclinarse la balanza? ¿La muerte por haber luchado por
la igualdad? ¿O la vida por haber sido un cobarde?
-Yo
optaría por sentarme al trono, pero reinando con sabiduría. Instaurar un
monarca en Francia y hacer un acuerdo con el resto de países de la Tiranía para
prohibir las torturas y los asesinatos, y evitar la violencia de género. Usted
es el hermano del rey Heiolf, y sus pensamientos tienen mucha influencia en el
resto.
-¿Es
eso, lo que crees? ¿Crees que funcionará? ¿Crees que me harán caso? ¿Crees que
no me cogerán y me matarán en una silla eléctrica, o en la guillotina, como en
los viejos tiempos? Tengo la cabeza llena de dudas. ¿Por qué tuve que ser el
hermano de este alelado? Ahora soy yo el que se tiene que encargar de arreglar estas
destrozas y hacer de este mundo un sitio bonito.
-¿No
tiene usted ningún otro familiar que quiera ocupar su lugar?
-Todos
odiaban a Heiolf.
-Vaya.
El
ambiente se llena de silencio, al principio tranquilo pero luego incómodo, y
Syver decide romperlo con un golpe en la mesita del lado de la cama.
-Decidido.
Porque soy un Solberg y los Solberg somos tozudos, me encargaré de todo. Me
ocuparé de ser un buen rey, y me convertiré en un presidente democrático, como
los que había hace años. Prohibiré los maltratos y torturas sobre mi cadáver, e
intentaré hacer de este lugar un mundo mejor.
Cuando
sale del hospital, que está algo abandonado porque casi no hay personal que
trabaje ahí, una pequeña multitud lo recibe fuera. Gritan su nombre; algunos lo
loan y otros lo infaman. Un huevo le estalla en la cabeza y le ensucia el pelo,
pero no se enoja, solo le pide a uno de los soldados que le traiga un trapo
mojado y les dice al resto que no le hagan daño al pobre hombre que se lo ha
tirado.
La
misma gente y otras personas que se unen por el camino escoltan a Syver al Palacio
Real donde, adentro, la gente que camina de arriba abajo se aparta solo para
que él pueda pasar. Se pone delante de la tribuna de la Sala Mayor, y se espera
a que todas las cámaras lo enfoquen y los periodistas hayan comentado la
noticia de última hora para que le dejen empezar con el discurso:
-Yo
no soy mi hermano Heiolf. Soy un Solberg, venimos de la misma familia y tenemos
las mismas raíces, pero no somos la misma persona ni de lejos. Yo no os
torturaré, ni os asesinaré, ni permitiré que existan los maltratos. Porque el
pueblo es la gente, y todos somos lo mismo; somos personas, y eso es lo que nos
une. Sin el pueblo, la nobleza y monarquía no serían nada y se diluirían. Yo
voto por un mundo mejor. Voto por romper la Tiranía, y me reuniré con los
monarcas que participan en ella para preparar un acuerdo y hacerlo posible.
Noruegos, si me ayudáis, podemos conseguirlo. Juntos. Porque somos fuertes. Y
no solo noruegos; también los franceses, italianos, españoles, ingleses,
alemanes, polacos, suecos, finlandeses… todos los europeos, los asiáticos,
africanos y americanos, ya sean del norte o del sur, ¿qué importa? Además,
mejoraré la ecología, empobreceré a los ricos y enriqueceré a los pobres. Eso
es todo, amigos y amigas. Acaba de comenzar mi partida. Gracias por escucharme.
Nadie
le aplaude. Le da igual. Ordena a sus sirvientes que le traigan una botella de
agua bien fría y una toalla húmeda, porque está sudando de arriba a bajo y
todavía tiembla. Lo ha hecho. Lo ha dicho, delante de toda Noruega pero también
de todo el mundo, porque esto no tardará mucho en circular por las redes de
Internet, y todos lo verán.
Él
quiere hacer un cambio. Se lo ha propuesto, y no parará de luchar hasta
conseguirlo. Después de esta fatídica y fuerte jornada, pide que le preparen un
baño de burbujas con sales aromáticas para relajarse un rato. Atranca la puerta
de la habitación, se desnuda y se adentra en el agua espumosa, que le provoca
una distensión agradable. Se friega el cuerpo con una esponja con jabón y
también el pelo, que hace días que no se lo lava.
Cuando
sale de la bañera, se pone crema en las heridas que tiene en piernas y brazos,
que se las hizo hace dos años, cuando hubo una explosión en su casa, perdió sus
hijos para siempre y secuestraron a su mujer.
“Exacto”,
piensa para si mismo, “Recuperaré a mi querida Geirbjorg. Lo debe de estar
pasando fatal, y eso es lo que menos deseo. Destruiré a los que se la
llevaron.”
Geirbjorg…
recuerda cuando la conoció. Estaba en una cena con la familia del monarca
italiano Venanzio Sanguinetti, y la chica era su prima segunda, que venía con
su padre Alfrigg Borchgrevink. La primera vez que Syver la vio, sintió hacia
ella indiferencia, pero después le gustó su hermosa cara, así que cada vez le
placía más mirarla. Congeniaron mucho, y se llamaban a menudo. Eran jóvenes y
se lo pasaban bien. El señor Borchgrevink murió de un infarto porque fumaba
demasiado, y cuando el chico consoló a Geirbjorg acabaron enamorándose el uno
del otro.
Al
paso de los días, la gente se aglomera a las puertas del Palacio, y hay tanta
multitud que al rey le es imposible salir de ahí. Cuando está en su habitación,
oye la algarabía del exterior. Gritan su nombre, algunos en forma de loanza y
otros en forma de maldición. Los más conservadores se han tomado como una
ofensa su discurso por televisión. En cambio, los que se sentían más oprimidos
han encontrado su sitio, y se desahogan, alegres.
Tal
y como Syver deseaba, se convoca una gran e importantísima reunión de muchos
monarcas partícipes de la Tiranía un par de semanas después. La mesa donde se
sientan para reunirse y cenan es muy oblonga, y le dejan a él ser el que la
presida en un extremo. Han venido muchos reyes: Wladyslaw Wójcik, de Polonia;
Kaspar Schwenke, de Alemania, Austria y Suiza; Brando Sanguinetti, hijo del
antiguo soberano Venanzio y actual rey de Italia; Ellery Bradbury, del Reino
Unido; Thorbjörn Knudsen, de Dinamarca; Lukács Harsányi, de Hungría; Khrysos
Sfakianakis, de Grecia, Félix Otero, de España… y muchos más.
La
cena se basa en oca rellena de ciruelas, combinado con arroz a la milanesa y
patatas fritas y enormes recipientes de plata repartidos por la mesa y llenos
de manzanas, cerezas, uvas y otras frutas. Cuando todos están con la barriga
llena y ríen felices por el efecto de la cerveza de cebada que han bebido,
Syver se atreve a sacar el tema que a él más le consterna y preocupa.
-¿Qué
es lo que quiere, señor Solberg? –pregunta Thorbjörn Knudsen, un hombre
robusto, que parece un vikingo por su larga cabellera y rubia como el trigo, su
cara espigada y su aspecto corpulento y grande.
-Mi
deseo es el de romper la Tiranía, sir Knudsen.
-¿Y
por qué quieres eso? –el inglés Ellery Bradbury siempre ha tenido fama de
maleducado.
-Porque
es injusto para los ciudadanos. Son humanos, y no merecen esta opresión.
Además, ¿por qué no ha venido ningún gobernador que no sea europeo? –pregunta,
curioso y preocupado a la vez.
-No
era necesario que presenciaran esto –dice Wladyslaw Wójcik, con una sonrisa
sagaz.
El
polaco chasquea los dedos, y se abre la puerta del comedor con un fuerte golpe.
Un soldado con la bandera danesa en la armilla se acerca al noruego y lo
degolla con un puñal de hierro, dejándolo sin vida. La sangre de su cuello sale
a borbotones y mancha las toallas blancas de rojo.
Una
riada de carcajadas retumba en la sala. Carcajadas oscuras, que han cumplido
con lo que se proponían. Syver ha caído… y con él ha caído la democracia.